Escrito por el periodista Eduardo Berroa
En la obra los Carpinteros, escrita por el abogado y político Joaquín Balaguer, hay un personaje que lleva el nombre de Miguelón, y que será la figura central de una serie de artículos.
La narrativa es la siguiente:
Ernesto Sandoval habitaba con su familia en la casa más singular y bella, en el paraje La Jagua, provincia San Juan. Este era un caserón dotado de galería de madera, había un corral que estaba ocupado por animales domésticos, varias vacas lecheras, un burro de carga y el indispensable caballo paso fino que nunca podría faltar.
Doña Elvira, su esposa, era incansable en los quehaceres del hogar. Esa pareja gozaba del afecto de todos los que vivían en ese lugar, eran padrinos de cuantos niños nacían a su alrededor. Doña Elvira era el paño de lágrimas de las familias más necesitadas, y estaba siempre presta a acudir en socorro de los compadres en apuros y a acompañarlos en la hora de afición.
El matrimonio carecía de hijos, es cuando llega a ese hogar el nombrado jovencito Miguelón, apodo que se le puso cuando fue traído por sus padres biológicos a los dueños de la casa. Este conservaba a sus veinte años un aspecto infantil y un aire de inocencia. La forma de Miguelón como una persona, sin malicias, era algo común en toda la comarca, su carácter servicial y una sonrisa que nunca se desprendió de sus labios lo habían hecho merecedor del cariño todo cuantos visitaban esa casa en busca algo, principalmente en busca de leche para los ahijados de doña Elvira y de agua del pozo construido en la cercanía de la pequeña hacienda.
Corrían los años 1800, la guerra civil se tornaba cada día más agresiva, tomaba mayor auge. Esta guerra era encabezada por el general José María Cabral, en representación del Partido Azul, contra el presidente Buenaventura Báez, que representaba el Bando Rojo. Un día del mes de diciembre del año 1872, cuando se encontraba el mayor auge la epopeya, entró a al sector La Jagua de improviso una tropa compuesta por un oficial y varias docenas de reclutas. Este acontecimiento cobró en aquel pueblo la conmoción que había de esperarse, toda la población recibió con júbilo a los recién llegados como un día de fiesta.
Miguelón, hasta entonces distraído, ausente de lo que no pertenecía a su pequeño mundo de trabajador infatigable, participó en mayor grado que nadie de aquella euforia, el oficial que comandaba el pelotón fue a la casa de don Ernesto para ofrecerle sus saludos como la persona más importante del poblado. Este era un joven apuesto, llevaba un sable terciado sobre el hombro y lucia en el uniforme y en el sombrero la divisa azul escogida por los adversarios del Bando Rojo.
Miguelón se sintió atraído, sobre todo por las insignias del oficial y por su vestimenta, y el sable y revolver que brillaba con extremos reflejos ante sus ojos deslumbrados. El comandante de la tropa advirtió la fascinación que su atuendo militar ejercía sobre los sentidos de Miguelón. La contextura física del mozo le hizo pensar al militar en la conveniencia de incorporarlo a su tropa y convertirlo más adelante en uno de sus lugartenientes.
Cuando la tropa se alejo del lugar Miguelón se fue detrás de sus huellas, incapaz de despedirse de doña Elvira, consciente de que no le permitiría abandonar la casa en la que había echado el corpachón que le servía de pretexto a sus conquistadores para arrastrarlo a la guerra, optó por abandonar a sus padres de crianza sin decirles y sin pedirles la bendición que recibía de ellos cada mañana.
Iban pasando los meses y la guerra civil se iba haciendo cada vez más violenta, los choques se sucedían con mayor frecuencia en todas las franjas fronteriza, desde Bánica y Comendador en el Sur hasta Montecristi y Dajabón en el Norte. Miguelón prosperó como guerrillero y pronto se hizo notorio en él su amor a los tiros y su serenidad ante el peligro.
En vez de su anterior aire de mansedumbre, lo envolvía ahora un aura de valor legendario y osadía arrebatada. Los elogios que le hacían la mayoría de los destacamentos revolucionarios despertaron la curiosidad en Cabral y en unos de sus viajes de inspección a las fuerzas azules que operaba en Barahona, le hizo traer a su presencia al mocetón de cuerpo atlético y de carácter jovial, lo cual le produjo una impresión favorable, asciéndamelo a primer teniente, expresó Cabral a su ayudante, refiriéndose a Miguelón, y envíenmelo a Rincón como jefe de puesto, y así sabremos si tiene capacidad para obrar por iniciativa propia, y si posee o no verdaderamente aptitudes para el mando.
Toda la población de Rincón le recibió con júbilo y entusiasmo al nuevo jefe, la buena fama que precedía le granjeo todo el cariño de la población. El nuevo comandante dio muestra al principio de comedimiento en sus funciones, todos sus sentidos se concentraban en la fascinación que le provocaba el uniforme, este acabó con dislocarlo y una sensación desconocida se apoderó de su espíritu y empezó a tomar en serio como lo hacían los demás jefes lugareños su misión como autoridad encargada de velar por el orden y servir como protector de la ciudadanía.
Se rodeo entonces de vividores incondicionales y la adulación minó su fortaleza.
Continuará……