A unos 300 kilómetros de la paradisíaca y pujante Punta Cana, Josefina D’oleo comparte con dos hijas y tres nietos una vivienda de un solo dormitorio en la olvidada comunidad de Boquerón, donde la pobreza es hereditaria, un reflejo de la otra cara de República Dominicana, un país de enormes contrastes.
Después de la pandemia, la situación de la mujer, de 53 años, empeoró, al igual que la de la mayoría de vecinos de esta pequeña localidad, ubicada en la provincia de Azua (suroeste), y que saltó a los medios de comunicación en diciembre pasado tras la muerte de once dominicanos en el accidente de un camión en Chiapas, México, en el que viajaban más de 160 migrantes indocumentados.
Desigualdad económica
En un discurso pronunciado esta semana con motivo del segundo año de su Gobierno, el presidente Luis Abinader mostró su orgullo por el buen desempeño económico de República Dominicana, uno de los países de América Latina con un mayor crecimiento, con una expansión del 12,3 % de la actividad económica en 2021, según el Banco Central.
Pero en la casa de Josefina, de madera, cartón y zinc, no se refleja este bienestar económico, todo lo contrario, ella y su familia tienen que buscar más y más para sobrevivir, ya que el alto costo de la vida se ha disparado con una inflación del 9,43 % hasta julio, la más alta desde 2014.
La economía “no está muy buena porque uno no halla mucho para la comida, solamente con la tarjeta de ayuda del Gobierno (unos 30 dólares mensuales) o si uno hace un lavado (lavar ropa por paga)”, dice a Efe la mujer, que parece resignada a su vida en Boquerón.
En esa comunidad la actividad comercial es prácticamente nula, la gente sobrevive de la fabricación y venta de pilones ajena a lo que acontece en Santo Domingo o en el resto del país.
Cuando se hereda la pobreza
La hija mayor de Josefina terminó la escuela, pero no ha seguido los estudios. Se ganaba la vida trabajando como doméstica, como una vez lo hizo su madre, pero ahora también está desempleada.
Al igual que la madre se mantiene “de lo que aparezca”, según cuenta D’oleo a Efe, sentada en una especie de galería en su casa, mientras dos nietas, de 6 y 3 años, comen sentadas en el suelo.
La más pequeña de las hijas trabaja en una banca de lotería, una fuente de empleo con salarios muy bajos a la que han ido a parar miles de jóvenes y madres solteras en este país, donde la pobreza pasó del 23,36 % al 23,85 % en 2021, para un aumento de 0,49 puntos porcentuales con respecto a 2020.
La pobreza extrema, sin embargo, registró una reducción de 0,45 puntos porcentuales, tras pasar de 3,51 % en 2020 a 3,06 % en 2021, de acuerdo con los datos que forman parte del Boletín de Estadísticas Oficiales de Pobreza Monetaria.
Cuando no hay más opción que emigrar
Frente a la humilde vivienda de la mujer vive Rómulo Terrero, de 62 años, quien en el año 2000 se fue con un contrato de trabajo a España, el destino de miles y miles de nativos del sur dominicano.
Se fue «en busca de una mejoría», dice a Efe Terrero, nativo de Barahona, en el suroeste, pero residente en Boquerón, donde pudo construir una casa decente para su familia.
El hombre, que tiene nacionalidad española, perdió un hijastro en diciembre pasado, Rafelín Martínez, uno de los más de 50 indocumentados que murieron en el accidente en Chiapas, México.
Martínez, quien fabricaba pilones, invirtió cerca de un millón de pesos (unos 17.000 dólares) para que el muchacho realizara el frustrado viaje a Estados Unidos, empujado por la precariedad económica.
«A él lo llevó (a hacer el viaje) lo mismo que a mucha gente que tiene necesidad: la pobreza del país (y) la mala administración de este país que lleva a la juventud a querer irse para lograr su objetivo», narró Terrero, quien llevaba puesta una camiseta con el rostro del difunto y la leyenda: «Te recordaremos siempre».
La muerte de Martínez «ha sido una tragedia» para su familia que, además, ha tenido que tomar prestado para pagar los más de 8.000 dólares que costó el traslado del cadáver desde México, ya que el Gobierno no ha cumplido con la promesa de ayudarle con los gastos, según denunció Terrero.
Su vecino Pascual Alcántara, de 53 años, prefiere seguir echando el pleito en Boquerón, fabricando pilones, criando cabras o sembrando lo poco que le permite el clima seco del lugar porque: «con la vida no se juega», afirma.
Fuente: EFE